10 de noviembre

Por lo general suelo visitar páramos deshabitados del terreno barcelonino. Casas al borde del colapso, esperando ser substituídas por algún bloque con cimientos más sólidos. Callejuelas que apenas alcanzan la veintena de números. Plazas donde las migas de pan no alcanzan a alimentar una veintena de palomas.
Ése el medio por el que navego. Poca gente. Poca.

Sin embargo, por primera vez desde que empezé la terapia me he dado cuenta de que no parece venir nadie a ver al doctor. Cuando llego cinco minutos antes de la hora no hay nadie vistiéndose y preparándose para salir. Cuando salgo cinco minutos después no hay nadie esperando sentado leyendo una revista.
Es más, no hay revistas. Y suponiendo que esa puerta cerrada sea una despensa, no hay cuarto donde los pacientes puedan aguardar.

Todo es perenne. El pote que debería contener agujas no contiene ninguna. El cilindro donde guarda el algodón está siempre lleno, y podría seguir.

He temido por un momento que, al apreciar mi mirada inquieta que jugaba con los detalles y las esquinas, me preguntara qué llamaba mi atención.
Rápidamente me he calmado, pues difícilmente recuerdo cinco minutos después de habernos saludado. Es más, algunas veces me parece que no nos saludamos, no sabría decir. Nuestro lenguaje es el de la rutina, el de "túmbate" o "alza el brazo", mensajes que a veces se comunican de forma no-verbal.

-Está muy vacía, ¿verdad?
-...¿El qué?
-La habitación, digo. A tu padre también se lo parecía.

He vuelto a mi casa con muchas preguntas en la cabeza.

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