27 de octubre

Hoy -¡sorpresa!- he ido al doctor, que parecía de excepcional humor. Si tenemos en cuenta que “excepcional” es una palabra que hace referencia a un suceso común dentro de una costumbre arraigada. Si digo que el cocinero del Ritz está de excepcional humor hoy significa que pondrá ración extra de caviar a sus postres con champagne y vino perlado. Si, por el contrario, digo que Atila el huno se ha levantado con buen pie hoy significa que se ahorrará el paso de cortar los brazos a sus prisioneros de guerra y procederá directamente con la muerte súbita (o bien, que arrancará la cabellera de alguno de ellos y se la pondrá él, mientras hace el mongol con los brazos y piernas y dice a sus compañeros cosas como “¿me queda bien? ¿eh, eh?” para diversión de éstos).

Si digo que el doctor se encontraba de excepcional humor significa que hoy me ha dicho: “¿Qué tal el diario?” y “ahm” después de que yo contestara con el monosílabo de rigor. No le he dicho por supuesto, que estoy empezando a odiar la psicología humana y no entiendo porqué algunas aguas más profundas de la memoria salen al calor del día cuando se escribe sobre ellas, y hay que enfriarlas antes de que se pongan a hervir y te desborden. No le he dicho que algunas heridas están mejor sin tocar, aunque la cicatriz no sea perfecta, y que, si se reabren con intención de cicatrizarlas mejor, igual se erra en el cometido, nos quedamos sin hilo a medias, y estamos condenados a tenerlas abiertas hasta nuevo aviso. No le he dicho que, al fin y al cabo, los psicólogos son los únicos ilusos que creen que es posible vivir teniéndolas todas cerradas y bien cerradas, y que el resto de los mortales con juicio elegimos cuáles dejar con una provisional tirita y cuales sacar a relucir de nuevo para un mejor estudio, y que un diario nos puede hacer caer en el error de sacar a relucir algunas que aguantaban perfectamente con un remiendo, obviando que a veces no estemos preparados para ello.
Se lo podría haber dicho, pero me puedo imaginar su respuesta: “ahm”.

A la vuelta del doctor, he cogido el metro para airear un poco la cabeza, y he visto a la mujer más atractiva que he visto en lo que llevo de año, puede que más. De unos treinta años, arreglada. No es el tópico de mujer que se considera mundialmente guapa. Es la típica mujer que tiene atractivos que sólo unos pocos saben ver, como aquellas en que, lejos de ser Venus, atraen a un hombre por sus labios, ojos, forma de andar, o sonrisa. Esta mujer me atraía a mí por el canto a la vitalidad que suponía verla. Sin ser obesa en ningún momento, se la veía fuerte y sana, y su piel era de un color moreno rojizo, sin estar achicharrada. La sensación que ha provocado en mí ha sido la misma que provoca un cerdo rollizo al pastor hambriento con una herramienta cortante en la mano diestra.
Me he quedado mirándola de reojo sin poder apartar la mirada de sus mejillas, muslos, busto y cadera. Iba acompañada por su marido, novio, o quienquiera que fuera el afortunado que mantenía con ella una charla agradable.
Al cabo de un par de paradas, una pareja de unos veintipocos ha subido al vagón y se ha quedado de pie delante de ellos, besándose en los labios sin mediar palabra, como otras tantas parejas jóvenes hacen.
Para mi sorpresa, la pareja inicial ha dejado de hablar y se han quedado mirando a la nueva. La mujer asombrosa ha esbozado una sonrisa gatuna, dedicada a ellos, como felicitándoles por la pasión juvenil que ella y su pareja parecían haber perdido. Aturdido, he acortado mi paseo y a los quince minutos hora ya estaba en el andén contrario para coger el metro de vuelta a casa.

25 de octubre

Hoy he tenido una pesadilla horrible. Sé que la memoria desdibuja contornos y en ocasiones mirar a través de ella es como mirar la realidad a través de un vaso de agua. Hace tiempo que no soñaba con mi niñez, y mi memoria parece estar jugando al frontón con mi cerebro.
Las cosas son mucho más grandes, como vistas a través de un cristal curvo. Mi madre es alta, la silla también, y el verdugo, inmenso.

Mamá siempre ha sido una persona chapada a la antigua. Apenas ve la televisión, le gusta cantar mientras hace la colada, tiene tiempo para tomar el té y cree en las medicinas clásicas. A veces temo que esto nos aisle del mundo exterior, pero siempre encuentra a gente que, sintiéndose colegas de otra generación, accede a echarle una mano, “por los viejos tiempos”. Por eso no fue tan extraño encontrar, en pleno siglo XXI, alguien dispuesto a extirparme las vegetaciones sin anestesia, y no se me hizo tan extraño ver que mi madre daba las gracias al doctor mientras yo permanecía en el suelo doblado sobre mis rodillas, echo un ovillo, escupiendo sangre por la boca, incapaz de reincorporarme por el dolor y, por añadidura, mi deformidad, no tan visible en esa época pero igual de incapacitante.

Alguna vez desde entonces he soñado con esos angustiosos minutos, aunque, como digo, ocurrió yo siendo niño, y seguramente la silla no debía tener la forma de un enorme sillón de hierro parecido a los que se usaban para torturar a los herejes, la mano del doctor no debía ser tan huesuda, la sala no debía ser tan grande y de un blanco tan molesto a la vista, mi madre no debía estar tan lejos cuando yo estaba ciego de dolor, y la luz del techo no debía parecerse a las puertas del cielo cuando me quedé finalmente tendido mirando hacia el techo y con los ojos entrecerrados en cuando me percaté de que no manaba la suficiente sangre de mi garganta como para que fuera a morir por exceso de ésta en los pulmones, y seguramente, el dolor no debía ser tan doloroso.