25 de octubre
Hoy he tenido una pesadilla horrible. Sé que la memoria desdibuja contornos y en ocasiones mirar a través de ella es como mirar la realidad a través de un vaso de agua. Hace tiempo que no soñaba con mi niñez, y mi memoria parece estar jugando al frontón con mi cerebro.
Las cosas son mucho más grandes, como vistas a través de un cristal curvo. Mi madre es alta, la silla también, y el verdugo, inmenso.
Mamá siempre ha sido una persona chapada a la antigua. Apenas ve la televisión, le gusta cantar mientras hace la colada, tiene tiempo para tomar el té y cree en las medicinas clásicas. A veces temo que esto nos aisle del mundo exterior, pero siempre encuentra a gente que, sintiéndose colegas de otra generación, accede a echarle una mano, “por los viejos tiempos”. Por eso no fue tan extraño encontrar, en pleno siglo XXI, alguien dispuesto a extirparme las vegetaciones sin anestesia, y no se me hizo tan extraño ver que mi madre daba las gracias al doctor mientras yo permanecía en el suelo doblado sobre mis rodillas, echo un ovillo, escupiendo sangre por la boca, incapaz de reincorporarme por el dolor y, por añadidura, mi deformidad, no tan visible en esa época pero igual de incapacitante.
Alguna vez desde entonces he soñado con esos angustiosos minutos, aunque, como digo, ocurrió yo siendo niño, y seguramente la silla no debía tener la forma de un enorme sillón de hierro parecido a los que se usaban para torturar a los herejes, la mano del doctor no debía ser tan huesuda, la sala no debía ser tan grande y de un blanco tan molesto a la vista, mi madre no debía estar tan lejos cuando yo estaba ciego de dolor, y la luz del techo no debía parecerse a las puertas del cielo cuando me quedé finalmente tendido mirando hacia el techo y con los ojos entrecerrados en cuando me percaté de que no manaba la suficiente sangre de mi garganta como para que fuera a morir por exceso de ésta en los pulmones, y seguramente, el dolor no debía ser tan doloroso.
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