9 de octubre

Hoy, mientras releía un libro de Dafoe, he oído el tintineo de canicas rebotando contra el suelo del piso de arriba. Mi escalera es por lo general silenciosa, la gente trabaja muchas horas al día y los niños -niño- anda desaparecido la mayor parte de la tarde. Pero hoy por lo visto se ha quedado en su cuarto y ha decidido ver como su colecció de insectos de plástico multicolor revolotean y repiquetean el suelo de su habitación. Eso, o se le ha caído el tarro de canicas. Es un niño bastante torpón, de unos siete años, con una mirada muy profunda y un azul en sus iris de iguales características. Tiene además los ojos un poco separados entre sí restándole atractivo, aunque muchas mujeres lo encontrarán misterioso cuando sea mayor. Está casi siempre ausente cuando me cruzo con él por el vestibulito y me mira con recelo. Recuerdo haberle visto más a menudo de pequeño, cuando la vecina de al lado, cuyo nombre no recuerdo, todavía vivía y me cuidaba como si fuera mi segunda madre. Me estuvo cuidando unos años, y recuerdo su voz y la de mi madre conversando en la salita, mientras bebían café. El chico de arriba, Daniel creo que se llama, apenas gateaba cuando mi vecina lo levantaba en brazos y lo mecía. A continuación me tocaban los cariñitos a mí, pero todo lo demás relacionado con ella está borroso.
Supongo que Daniel -que sigue insistiendo con las canicas- se acuerda de mí como un competidor por los brazos de nuestra cuidadora, y me castiga desde arriba por no recordar su nombre, como si la culpa de que ahora descanse en paz fuera mía.

Ahora que lo pienso, tampoco sé cómo murió, sólo que a partir de un momento mi madre y yo nos quedamos solos.

Mañana le preguntaré por ella.