19 de octubre

Cuando Dios creó el ornitorrinco por tedio, dejadez o por puras ganas de insertar en el reino animal un animal tan acorde con el resto de criaturas del reino animal como un payaso en un cementerio, nunca llegó a pensar que tan indefinido ser llegaría a formar una especie sólida, tan proclive a la conservación y perpetuación como cualquier otra. Es lógico creer que Dios confiaba en que la selección natural borraría del mapa a tan inverosímil animal, mitad ave mitad castor. Un ser supremo no hace las cosas tan mal a no ser que las haga queriendo.
En el mismo caso estoy yo, mitad persona mitad bestia, figura de proporciones erróneas, vivito y coleando en un mundo donde más que el payaso en un cementerio, soy el fiambre en un circo multicolor.

A diferencia del despistado del ornitorrinco, yo no soy más que un individuo. No una especie, ni siquiera un grupo y menos una pareja. Esto me deja todavía más desamparado de cara a las demás criaturas que habitan este, para mí, hostil medio. Si hubiera sido abandonado a mi suerte, si los humanos no hubiéramos llegado a un estado de evolución tal como para desafiar a la selección natural, si mi madre no hubiera mirado por mí, probablemente habría corrido la suerte que se me tenía deparada. Pero una vez más más, el Creador se muestra como un ser-no-tan-perfecto, y vuelve a errar en su sombría predicción, como ya hizo una vez con el platypus.

Huelga decir que no cavilo constantemente sobre mi muerte y no dejo que ella influya en mi vida, si acaso vivir no es morir cada día, y que por tanto vivo cada día como alguien como yo puede desear, pero me gusta ser consciente de a quién debo estar aquí: a mi madre.
Y, en menor medida, a Lisa.