6 de noviembre

Hoy ha pasado algo maravilloso.

Hoy he visto a Lisa. Y he hablado con ella. Estaba enzarzado en una de mis rutas por el barrio, por estrechas calles y vetustas plazoletas, cuando he visto a Lisa apoyada en la fachada de una vivienda.
Me ha mirado, como se mira a cualquier persona que deambule por una calle poco transitada cuando estás detenido en ella, viendo pasar el tiempo, mirando pasar la gente.
Con esa calma de haber visto a alguien totalmente ajeno o quizá de haber visto a alguien que se espera ver, de igual manera que no nos sorprende ver a nuestra madre en nuestra propia casa, se ha dirigido a mi con pasos silenciosos y torso recto.
-Cuánto tiempo.
Su piel de porcelana se veía más blanca con la grisácea luz de noviembre. Sin embargo, su belleza no estaba apagada y su semblante no parecía el de un fantasma enfermo; simplemente, los tonos anacarados de su figura eran más patentes bajo una luz contrastadamente fría.
Al principio me he sentido nervioso e incómodo, como un niño que tiene que dar una excusa a su madre por algo que ha hecho mal, pero una vez he empezado a hablar me he visto sumergido en una conversación cálida y apacible. Ha sido un placer usar mi voz en toda su riqueza otra vez, con sus inflexiones y sus matices. ¡Hacía tanto tiempo que no hablaba con nadie! Hemos hablado un poco del pasado, de la escuela, de todos aquellos recuerdos que transcurren como un arroyo cuando dos amigos los recuerdan juntos.
Le he hablado un poco de mi presente, de cómo mi madre y yo vivíamos solos. Le he insistido en que estamos bien y que no nos falta de nada, pero por más que tratara de disimularlo no ha podido evitar que se le humedecieran los ojos y se le enrojecieran la parte alta de las mejillas, delicados pómulos tallados con elegancia.
Ella se ha tenido que marchar, deseándome suerte en todo, y ha desaparecido sin hacer ruido al andar, como si llevara un libro en su cabeza, coronando su magnífica figura.
Al volver a casa, noviembre no era tan gris como yo creía.