13 de octubre

Nada de mucho interés.

Hoy he vuelto al doctor. He tardado un buen rato en llegar, y eso que está cerca de mi casa, además de ofrecerme como vía entre ambos un camino muy deshabitado, con jardines interiores modestos y algún solar con moribundas viviendas de Barcelona coleando como pueden sus últimos años de vida. Sé que algún día no muy lejano las tirarán abajo y reaprovecharán los solares y todo lo que sea habitable, pero no me apetece lo más mínimo. Para lo poco que veo la calle no me apetecería ver decenas y decenas de personas de golpe, ni me apetecería que ellos me vieran a mí. Prefiero este ambiente íntimo.
Y además, todavía retrasarían más mis epopéyicas cruzadas hacia el doctor, que no son fáciles con tan mala forma física, que hoy parecía especialmente diezmada, por vaya usted a saber qué estímulos externos... Mal tiempo, fatiga mental, ¿quién sabe? Quizá la paliza que me di ayer con este diario es motivo de mi cansancio (bromeo, por supuesto). Sea como sea, he llegado diez minutos tarde, diez minutos que el doctor me ha brindado al final de la sesión para no darme un tratamiento incompleto, acompañados de otros diez totalmente extras a modo de favor (u compasión) por verme peor que de costumbre.
Siempre ha tenido un trato de favor hacia mi madre y hacia mí. No sé en qué se basa ni en qué remota anécdota se concreta, pero ha sido así desde que mi memoria recuerda. No sé cuánto le cobra a mi madre por mis sesiones, ni si le cobra, pues en una vida sistemáticamente sedentaria como la mía no caben dudas sobre qué medios he de disponer para comunicarme con el mundo exterior, porque los pocos medios que tengo corren a cargo de Mamá. Y por eso mismo precisamente, creo que nos hace un trato de favor. Mamá y yo formamos una familia pobre, entendida como la de una familia que, creo, sólo cobra la renta de viuda de mi madre, que aunque nos baste para vivir perennemente, no nos sacia para pagar a un médico, según mis cálculos; no a éste tipo de médico.
Deduzco entonces que mi madre vive de ser viuda y el médico, de otros clientes, porque está claro que de nosotros no.
Concluyo, al término de la entrada de hoy, que este diario me está haciendo plantearme ciertas preguntas que, tontamente, había dado más que por respondidas, inexistentes.

Hasta otra

12 de octubre

Me parece que todavía no he hablado de mi casa.

Mi casa empieza como todas, con un recibidor. Un recibidor bastante canijo, para ser exactos, con espacio justo para colgar los abrigos en invierno y sacarse los zapatos en verano. El recibidor, como no, da a la salita de estar, la habitación más grande de la casa. Normalmente dejamos la puerta que separa ambos abierta, para dar mayor sensación de espacio. Así, además, logramos que la realidad exterior parezca más cercana al sofá, detalle que me motiva a salir un poco más.
Si miramos un plano de cualquier piso, el recibidor se halla en la esquina, repartiéndose por el resto del plano la sala, los lavabos, etc.
Por lo visto, la opinión está dividida en este aspecto o bien nuestro arquitecto no sabía muy bien lo que se hacía, porque nuestro recibidor queda justamente en el medio de uno de los costados de la sala, como si fuera un riachuelo que se abre en un gran cauce.
Excepto los baños, el color de las paredes del piso es amarillo papiro. Le confiere tonos agradables por las tardes, cuando el sol entra por el oeste. El sol, entra, de hecho, por tres direcciones, o dos direcciones y media, según lo exactos que seamos. Si volviéramos a mirar un plano, veríamos que nuestro piso no se adapta a las paredes que se pueden ver desde la calle. Está situado justo a una punta del triángulo que es mi manzana, pero no tiene su misma forma. Es como si entra la pared de mi habitación y la exterior distaran de 3 m compuestos de vacío, o de ladrillos, gravilla, qué sé yo. Mi vivienda, por este motivo, tiene cierta forma trapezoidal, como después de abrirse en un gran cauce, quisiera adaptarse a un antiguo delta que, ilógicamente, estaba ahí antes que el río.

Los objetos de decoración de mi casa son sacados de Lilliput. Para no desentonar con las paredes de papiro, los muebles, jarrones, y demás atrezzo son de madera parda oscura, bien barnizada. Así, en mi comedor hay una modesta mesa para cuatro personas que se sientan en cuatro sillitas, como esperando a que Rizitos de oro venga a tomar el té con Osito y sus amigos. Además, hay una mesita pequeña, diseñada originalmente para ostentar tazas de té humeantes y bollitos alcanzables desde la altura del sofá, redondeado y acolchado, de color verde terciopelo. Algunos muebles más decoran mi casa, todos redondeados y pulidos, perennes a los años. Los más afortunados, presumen de tapete.

En todo este bosque de hadas, se halla mamá sentada en el sofá. Nunca sé qué hace allí, sólo que está allí. No es que no me preocupe por mi madre, me preocupo mucho. Es sólo que, a pesar de que me guste mi casa, prefiero mi habitación; si la salita es el bosque de las hadas, mi habitación es la morada de los fantasmas, almas de hombres sabios que me hablan a través de páginas de ajada piel de ajo.

Con todo, me gusta mi casa, pero no sé qué carajo hace mi madre ahí todo el día. Supongo que no me atrae la idea de comparecer ante ella en esa sala porque nada cambia desde que vivimos solos. El hermetismo es perpetuo y las sillas para cuatro siguen ahí, y los muebles siguen ahí, y las tazas de te siguen ahí, y mamá sigue ahí... Desde que murió mi padre. O al menos, desde que murió la vecina.

No sé mucho de mi padre... Tan sólo lo que me contó mamá. Era muy pequeño cuando falleció y no llegué a conocerle. Me dejó de pequeño porque una enfermedad malvada se lo llevó. Y hasta ahí puedo leer.

Mamá está inactiva desde entonces, y vegetativa desde que murió la Vecina. Algún día crecerá musgo sobre su suave piel y entonces la gente preguntará por ella al cruzar el umbral, y me encogeré de hombros diciendo: "No sé, ya estaba ahí desde la rosada".

Con todo, mi madre y yo nos llevamos bien y llevamos una tranquila vida sin sobresaltos.


PD: Decir que he preguntado a Mamá sobre Vecina, y no me ha respondido gran cosa. Desde que vió a quien creía viudo con otra contrajo un pena en el corazón que la iría matando lentamente hasta años más tarde, cuando estiró la pata.