12 de octubre

Me parece que todavía no he hablado de mi casa.

Mi casa empieza como todas, con un recibidor. Un recibidor bastante canijo, para ser exactos, con espacio justo para colgar los abrigos en invierno y sacarse los zapatos en verano. El recibidor, como no, da a la salita de estar, la habitación más grande de la casa. Normalmente dejamos la puerta que separa ambos abierta, para dar mayor sensación de espacio. Así, además, logramos que la realidad exterior parezca más cercana al sofá, detalle que me motiva a salir un poco más.
Si miramos un plano de cualquier piso, el recibidor se halla en la esquina, repartiéndose por el resto del plano la sala, los lavabos, etc.
Por lo visto, la opinión está dividida en este aspecto o bien nuestro arquitecto no sabía muy bien lo que se hacía, porque nuestro recibidor queda justamente en el medio de uno de los costados de la sala, como si fuera un riachuelo que se abre en un gran cauce.
Excepto los baños, el color de las paredes del piso es amarillo papiro. Le confiere tonos agradables por las tardes, cuando el sol entra por el oeste. El sol, entra, de hecho, por tres direcciones, o dos direcciones y media, según lo exactos que seamos. Si volviéramos a mirar un plano, veríamos que nuestro piso no se adapta a las paredes que se pueden ver desde la calle. Está situado justo a una punta del triángulo que es mi manzana, pero no tiene su misma forma. Es como si entra la pared de mi habitación y la exterior distaran de 3 m compuestos de vacío, o de ladrillos, gravilla, qué sé yo. Mi vivienda, por este motivo, tiene cierta forma trapezoidal, como después de abrirse en un gran cauce, quisiera adaptarse a un antiguo delta que, ilógicamente, estaba ahí antes que el río.

Los objetos de decoración de mi casa son sacados de Lilliput. Para no desentonar con las paredes de papiro, los muebles, jarrones, y demás atrezzo son de madera parda oscura, bien barnizada. Así, en mi comedor hay una modesta mesa para cuatro personas que se sientan en cuatro sillitas, como esperando a que Rizitos de oro venga a tomar el té con Osito y sus amigos. Además, hay una mesita pequeña, diseñada originalmente para ostentar tazas de té humeantes y bollitos alcanzables desde la altura del sofá, redondeado y acolchado, de color verde terciopelo. Algunos muebles más decoran mi casa, todos redondeados y pulidos, perennes a los años. Los más afortunados, presumen de tapete.

En todo este bosque de hadas, se halla mamá sentada en el sofá. Nunca sé qué hace allí, sólo que está allí. No es que no me preocupe por mi madre, me preocupo mucho. Es sólo que, a pesar de que me guste mi casa, prefiero mi habitación; si la salita es el bosque de las hadas, mi habitación es la morada de los fantasmas, almas de hombres sabios que me hablan a través de páginas de ajada piel de ajo.

Con todo, me gusta mi casa, pero no sé qué carajo hace mi madre ahí todo el día. Supongo que no me atrae la idea de comparecer ante ella en esa sala porque nada cambia desde que vivimos solos. El hermetismo es perpetuo y las sillas para cuatro siguen ahí, y los muebles siguen ahí, y las tazas de te siguen ahí, y mamá sigue ahí... Desde que murió mi padre. O al menos, desde que murió la vecina.

No sé mucho de mi padre... Tan sólo lo que me contó mamá. Era muy pequeño cuando falleció y no llegué a conocerle. Me dejó de pequeño porque una enfermedad malvada se lo llevó. Y hasta ahí puedo leer.

Mamá está inactiva desde entonces, y vegetativa desde que murió la Vecina. Algún día crecerá musgo sobre su suave piel y entonces la gente preguntará por ella al cruzar el umbral, y me encogeré de hombros diciendo: "No sé, ya estaba ahí desde la rosada".

Con todo, mi madre y yo nos llevamos bien y llevamos una tranquila vida sin sobresaltos.


PD: Decir que he preguntado a Mamá sobre Vecina, y no me ha respondido gran cosa. Desde que vió a quien creía viudo con otra contrajo un pena en el corazón que la iría matando lentamente hasta años más tarde, cuando estiró la pata.

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