4 de noviembre

Hoy he bajado con Mamá a ver a nuestra vecina, la que me cuidaba de niño. También estaba Daniel, que me miraba como a un intruso. Hemos estado tan solo un rato. Al parecer, Mamá quería dar las gracias por algo que se le había dejado. No quería entrar, pero la vecina le ha ofrecido un café a regañadientes y mi madre no ha tenido más remedio que aceptar diplomáticamente, como si las dos se sintieran incómodas llevando a cabo un protocolo de educación y convivencia que hacía referencia a la relación que llevábamos las dos familias antaño. La vecina nos ha ofrecido a Daniel y a mí irnos a jugar a su habitación, pero los dos hemos sabido tan sólo vernos que esa costumbre estaba olvidada y enterrada. En su lugar, nos hemos quedado en el salón escuchando su conversación, vacía de significado. De cuando en cuando Daniel y yo nos veíamos obligados a mediar alguna palabra para rellenar los huecos de conversación que las mujeres nos servían delante nuestras narices (entendiendo servir como cuando una madre sirve un plato de aburrida verdura a su hijo, que se la tiene que comer le guste o no), prudentemente. Ya no había maternidad en las palabras de la vecina cuando se dirijía a mí, no como antaño. Después de una conversación corta y frívola, mi madre y yo hemos vuelto a la calidez de nuestro hogar.

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